Desde siempre me ha interesado la política, y, aunque me haya afectado a mi reputación, siempre he sido de los que he visto el debate por la tele muchos años, siempre que podía. Sin embargo este año, en directo, no vi ni un solo fotograma.
Algunos dirán: te perdiste el encendido de una mecha llamada traca-Rajoy, otros manifestarán el suspiro aliviado de quien tiene la certeza de una cabeza visible no sólo en los diferentes ámbitos de la política general, sino también cara a cara con la grada quilombera de la derecha del hemiciclo. Otro sin embargo, me dirá “¿El qué?, ¿el estado nacional del debate? Pues a mi no me gusta discutir.” Y cuando le dices que es el debate político más importante del año. Te contesta sin sonrojo que no le interesa la política.
En este marco, de virginidad política actual, la reflexión que me surge tras los comentarios que llegan, es hasta qué punto la política, y sobre todo, sus protagonistas directos e indirectos, están culpabilizados de este desencuentro entre la Política y la ciudadanía. Sabiendo que una se fundamente en la otra y viceversa.
O bien sea la complejidad del debate político, por su necesidad de estar al día de la coyuntura de los distintos ministerios políticos, por la burocracia institucional o por lo inaccesible que puede llegar a ser los eufemismos, circunloquios, metáforas y otros recursos de la dialéctica parlamentaria; o bien sea la masiva ignorancia política de la ciudadanía que ha aprendido a protestar con libertad, pero aun no sabe ni dónde, ni cómo, ni porqué participación pública podría solucionar este desencuentro social entre políticos y ciudadanos. Cuando en realidad, todos debemos ser ciudadanos políticos por interés propio y general.
Desde el punto de vista del ciudadano, es emocionalmente más sencillo, odiar a la clase política por sistema. En resumen, se trata de acordarse siempre de los derechos que podemos disfrutar en esta singular nación, y pasar por alto siempre que podamos los deberes que esa misma nación necesita para seguir sana y eficiente.
Desde el punto de vista de la clase política, la política es como un agujero negro dentro de la propia sociedad, donde el espacio y el tiempo se mezclan en una vorágine de mensajes, respuestas, apariciones públicas, actos, más actos, re-actos, inauguraciones, charlas, etc. donde pierdes la perspectiva de la utilidad casi todos los días. Y sin olvidar ciertos factores fundamentales para entenderlo todo: el propio partido, con sus marrulleras relaciones internas dignas de cualquier familia perfecta; y la clase experta, formada por periodistas y comentaristas, que siempre tienen una opinión mordaz, pero nunca tienen peligro de expulsión por injuria. Así pues, los políticos se sienten tan víctimas de la propia política que lo único que intentan es sobrevivir en este mundo cerrado, donde los mensajes se escriben con literatura metafórica, indirecta y difusa, el formato es televisivo y el debate tan estratégicamente definido, que nunca las partes pueden llegar a entenderse.
Así pues entiendo perfectamente al ciudadano que lejos de controlar el día a día político, se conforma con el esquema mental de una lucha por el poder entre la derecha y la izquierda (sin saber lo que significa), que les aleja de las instituciones, del debate y de la preocupación por la participación. Por otro lado, también entiendo al político, que vive angustiado por encuestas, agendas, y ruido informativo.
Evidentemente, el estado del debate en la nación no es saludable. Ojalá los estrategas políticos pudieran pararse a pensar en una política accesible, clara y fácil para los ciudadanos, donde se expliquen las directrices y se omitan los enfrentamientos dialécticos. Un esfuerzo real para conseguir que los ciudadanos se consideren clientes de la empresa política y todos nos sintamos con el deber de control al gobierno y a los partidos desde el prisma de consumidores y con criterio no sólo individual sino de Estado.